Páginas: 425
La “Teoría del delito” que el lector tiene en sus manos es un libro que se destaca en seguida por su abundosa y actualizada bibliografía, de cuya disposición por cierto el autor no abusa. La obra delinea con singular maestría los más arduos y espinosos problemas de la actual teoría del delito y lo hace en un estilo ameno y agradable, a la vez erudito y profundo, características de muy difícil conciliación práctica. Pero él lo logra de manera lúcida y espléndida en un estilo muy personal que combina la claridad y densidad del pensamiento con la exposición ágil que solo donan la experiencia y la madura y serena reflexión. El autor co condensa muy bien la exposición metódica y clara de un Jiménez de Asúa con el ingenio, la profundidad y el fino sentido del humor de un Zaffaroni. Es así como en su recorrido intelectual, que es casi una aventura, nos lleva sin temores por los difíciles caminos que abren hoy las meditaciones sobre autoría y participación, tentativa, delitos de peligro…, y como abrebocas extraordinario por el panorama de las escuelas penales, que diseña con pinceladas precisas. Me llama la atención, por ejemplo, la clarividencia con que trata el funcionalismo penal, sin abismales distingos ni confusas identidades, entre Roxin y Jakobs, para solo mencionar uno de los temas tratados en la obra. La generalidad piensa que los llamados funcionalistas “moderados” con tan distintos de los “sistémicos” que dejan de entenderlos como lo que son. El profesor Parma no incurre en ambigüedades semejantes. Porque lo cierto es que todo funcionalismo es transpersonalista porque antepone siempre el sistema a la persona, y a veces cae en el extremo de negar la sustantividad de esta última o de retirarle su calidad a ciertos individuos “peligrosos”. Por algo se ha sostenido que el funcionalismo penal no es solo positivista sino también biologista, pues sus estructuras mentales provienen de los biólogos. Bien dice Parma, en el primer párrafo de la obra que “este Tribunal (el de la adquisición), que era una ideología en sí misma, acrecentó su vigor en el año 1486 con la creación del que se considera es el primer Código de Derecho Procesal Penal: el “Malleus Malleficarum” (el martillero de los brujos), obra de Kramer y Sprenger, donde se establece un procedimiento para interrogar, procesar, torturar, juzgar y sentenciar a los herejes, actuando el inquisidor de oficio en defensa de “orden sagrado”. Esto impide que los penalistas de hoy nos olvidemos de la delicadeza que exige los temas que expones como exégetas de la ley o las doctrinas que elaboramos como juristas. Porque los tratados de derecho penal y procesal penal, incluso los más avanzados, lo que hacen es enseñar a manejar bien la pena-flagelo o remedio, que se yo-, con que la modernidad sustituyó la tortura. La pena es un mal y enseñar a manejarla bien no dista mucho del papel que cumplía la tortura en otros tiempos; y así como los Inquisidores decían actuar en defensa del “orden sagrado”, los juristas de hoy no podemos perder de vista que actuamos, como la ley penal, en defensa del “orden establecido”. El problema es saber si este orden es relativamente justo y por tanto digno de defensa.
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